Columnas

Bien de familia

Testimonio de Alfredo Wildau (segunda parte).

«Nos fuimos de luna de miel a Villa Gesell. A la vuelta, empezando la convivencia, nos mudamos a un departamento en el barrio de Colegiales, que pudimos comprar gracias a la importante colaboración de mis suegros, Heinz y Ruth. Ellos, judíos alemanes que, al igual que mis padres, vinieron escapando de la persecución nazi, siempre se portaron diez puntos. Nosotros también teníamos buenos trabajos. Susy era secretaria administrativa en una empresa discográfica ya desaparecida -CBS Records- y yo, fabricaba cambiadores para bebés. Nos iba bastante vienen lo laboral…

Algo más de tres años después de habernos casado, en abril de 1972, nació Pablito. En aquel entonces, Susy ya había dejado su empleo para dedicarse enteramente al hogar. Poco después, se enfermó de cáncer. Se hizo todo lo que estuvo a nuestro alcance. Tuvo la mejor atención; nada malo puedo decir de los médicos que la trataron ni de los sitios adonde recurrimos para que se curara, pero en agosto de 1973, falleció.

En lo personal, lógicamente, lo viví como un golpe muy duro. De pronto, enviudé, con un bebé que recién empezaba a caminar y todo lo que significaba la pérdida de la mujer a la que amaba. Pero más allá del duelo lógico, me propuse no quedarme tirado en la cama a llorar. Traté de salir adelante. Por mi hijo y por mí.

Tuve una gran ayuda por parte de la familia.Tanto la de Susy como la mía. Como yo debía seguir trabajando y Pablito todavía no había cumplido los dos años, Inés –mi hermana-, su esposo Moisés y Pupi, su hija, se pusieron a total disposición. Inés venía todos los días a buscar al nene antes de que yo me fuera a trabajar. Se lo llevaba en colectivo a su casa del barrio La Paternal. Ahí lo cuidaban, lo mimaban… A la noche, yo pasaba a buscarlo. Comíamos todos juntos y volvíamos con Pablito a dormir a nuestro departamento en Colegiales. Y así, cada día. Entre los cinco armamos algo que si bien no era el modelo familiar tradicional, era una familia al fin. Incluso, compartíamos las vacaciones, por lo general a Mar de Ajó, la ciudad de la costa argentina a la que nos gustaba ir en los veranos. También íbamos a pescar a Entre Ríos. Se disfrutaba a lo grande la pesca y el hecho de acampar junto al río, el Paranacito, en el sur de la provincia.

Por otra parte, el sábado lo compartíamos con la familia materna de Pablito, que se quedaba prácticamente todo el día en lo de Heinz y Ruth. Yo conservaba una excelente relación con mis suegros, lo mismo que con Andy, mi cuñado. Recuerdo, por ejemplo, esos almuerzos en la cocina de la casa de Colegiales, porque vivían muy cerca. El lugar era muy chico, pero bien apretaditos, cabíamos todos, con excepción de los nenes (Pablo y Edy, su primito), que comían antes. Ruth cocinaba, según el día, albóndigas, bife a la criolla o gulash, un plato típicamente alemán. Todo con puré de guarnición. Para tomar había té frío y de entrada, sopa. Tanto en invierno como en pleno verano… ¡fuera cual fuera la temperatura! Y así como ella ponía ese tremendo empeño en hacer las compras, en cocinar, en atendernos, después, sin pedirle ayuda a nadie, lavaba los platos, las ollas… Por ahí escaseaba el espacio, pero a pesar de que no eran muy demostrativos, si algo no faltaba en esa casa, era amor.

Fueron mis suegros, justamente, quienes veían con muy buenos ojos que yo me volviera a casar. Si hasta me presentaron una chica, con la cual intenté empezar una relación. Pero no funcionó».

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