Columnas

Bien de familia

Testimonio de Inés Wildau (sexta parte).

Nuestra mudanza de Martínez a Mariano Acosta se vio favorecida porque los padres de Moisés, a su vez, iban a viajar a Israel para radicarse allí. A este caserón del barrio Santa Isabel ellos se habían trasladado muchos años antes, al llegar desde la provincia de Corrientes, pero ya todos sus hijos –seis hermanos, de los cuales mi esposo era el mayor- vivían en otros lugares. Todo se dio entonces, como para que les compráramos la propiedad y nos estableciéramos en ella junto con Moisés, nuestra hija Pupi y mi mamá.

Como ya conté, era parecido a vivir en el campo. No teníamos luz eléctrica ni agua corriente. La iluminación era en base lámparas a kerosene. Para cocinar y calentar usábamos garrafas. El agua lo sacábamos con bombeador, en un pozo que estaba en la parte trasera de la vivienda. La casa era muy grande. Tenía varias habitaciones, un jardincito adelante, una galería cubierta por una parra al costado y un terreno enorme atrás, con árboles frutales y abundante vegetación en general. Obviamente, tampoco había teléfonos. Ni siquiera existía en el barrio uno público. Si queríamos llamar por teléfono, tenía que ir hasta una usina en Marcos Paz, una localidad situada a varios kilómetros. En Marcos Paz también Pupi hizo la escuela primaria. Yo la llevaba y la buscaba en colectivo. Para ir a la parada, caminábamos hasta un puente ferroviario, que pasaba por sobre una ruta provincial. Este era el punto pavimentado más cercano.

Entretanto, Moisés seguía con su empleo de obrero gráfico y viajaba diariamente hacia la Capital Federal.  Se había podido comprar un auto –un jeep, en realidad- y a veces, cuando podía compartir los gastos de compañero  con un compañero de trabajo que vivía en la zona, iban juntos. De lo contrario, en muchas ocasiones, también usaba el transporte público. La línea de colectivos que unía nuestro barrio con la Ciudad de Buenos Aires era la 136, con un trayecto que duraba alrededor de dos horas. No era cómodo vivir en condiciones como estas. De todos modos, con poquito en lo material, éramos muy felices.

Recuerdo especialmente cómo esperábamos las visitas. Mi hermano Fredo solía venir los viernes a la noche con su esposa, Susy. Estaban recién casados y tenían un pequeño auto, un Fiat 600 de color blanco. Si llovía, debían dejarlo en la zona del puente y caminar hasta casa, porque las calles eran de tierra y el barro impedía que pasaran los autos. Había tardes de lluvia en que yo pensaba: “No, hoy no van a venir”. Pero a la hora acostumbrada, sea cual fuere el clima, aparecían. Con Susy nos hicimos muy amigas. A ella le encantaba venir. La falta de comodidad no le importaba, creo que más bien le gustaba, lo veía como algo romántico. Al tiempo tuvieron a su hijo, Pablito. Cuando él nació Susy me pidió que me quedara con ellos en el departamento donde vivían, así podía ayudarlos. Nos quedamos con Pupi como una semana entera. Era tanto el amor que sentí que, después ya no quería saber nada con volver a vivir en Mariano Acosta y estar tan lejos de la familia.  Entonces lo convencí a Moisés de que nos mudáramos nuevamente a la Capital Federal.

Deja un comentario