Columnas

Bien de familia

Testimonio de Inés Wildau (quinta parte).

Durante alrededor de dos años, vivimos en la casa de Pilar. Éramos mis abuelos maternos, Moisés –mi marido-, nuestra hija Pupi y yo. Al fallecer mi abuelo nos mudamos. Fueron dos veces en muy poco tiempo. En principio, alquilamos una casita en la localidad de Vicente López, muy cerca de la Ciudad de Buenos Aires. Después nos fuimos al barrio de Mataderos, ya dentro de la Ciudad. En ambas ocasiones mi abuela vino con nosotros. Mientras tanto, mis padres y mis dos hermanos estaban viviendo en Núñez, en otro sector de la misma Capital Federal. Al este nuevo destino –Mataderos- llegamos porque gracias a una amiga de mamá, nos ofrecieron trabajar como encargados del salón de una sinagoga de Larrazábal y Juan Bautista Alberdi, una muy tradicional esquina del barrio.

De todas maneras, Moisés prosiguió normalmente con su empleo en la empresa gráfica. Acá, no sé si habremos llegado a permanecer un par de años, porque en poco tiempo, pasaron muchas cosas: yo me enfermé y estuve internada tres semanas hasta que los médicos descubrieron el diagnóstico y me operaron de la vesícula. Recién pudieron darme el alta más o menos al mes de haberme internado. En ese lapso a Pupi, que había empezado el jardín de infantes, tuvimos que llevarla a lo de mis padres. Pero por aquel entonces mi papá también se enfermó. Primero le dio un infarto, luego otro… En 1962, falleció. Ellos ya se habían mudado de Núñez a Martínez, en la zona norte del Gran Buenos Aires. Y luego del fallecimiento de papá ahí fuimos a vivir también nosotros. Moisés y yo nos acomodamos arriba, en un altillo. Pupi dormía en la pieza con mamá. Además estaban Fredo y Juan –mis hermanos- y Muty, mi abuela. Todos en la misma vivienda.

Fueron épocas duras, difíciles, con muchos cambios y, sobre todo, por la tristeza que causaron dos fallecimientos de personas tan queridas en la familia, en primer lugar mi abuelo, y unos años más tarde, papá. Creo que a pesar de todo, la que mejor la pasó fue Pupi, en la inocencia de su corta edad, y mimada y amada por todos.

En Martínez tampoco nos quedamos demasiado. Resulta que mis suegros vivían en una casa enorme en el barrio Santa Isabel de Mariano Acosta, una zona bastante humilde y alejada, en el partido de Merlo, que a su vez está en el oeste del Gran Buenos Aires. Surgió la posibilidad de ubicarnos allá y así lo hicimos. Vivir en ese pueblo, era prácticamente como hacerlo en el campo. Las distancias era muy grandes y las comunicaciones complicadas: sin teléfonos, con calles de tierra y escasez de medios de transporte. En relación a esto último, no se puede negar que Mariano Acosta no era de lo mejor en cuanto a comodidad. Pero después de tantas idas y vueltas, en este nuevo lugar logramos estabilizarnos y por algunos años, encontrar una tranquilidad que nos hizo muy bien a todos.

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