Testimonio de Inés Wildau (tercera parte).
En aquella etapa en la que tuve que permanecer en Buenos Aires sin mi familia lloré muchísimo. Yo era una nena de 14 años, había vivido en el campo toda mi vida. Pero mis padres decidieron que habiendo terminado la escuela primaria, no había más nada que hacer en el pueblo. La decisión estaba tomada. Me consiguieron el trabajo como mucama en lo del doctor Kohn, y me mudé a la Capital Federal. Tenía un franco semanal: los domingos. Para mí, ese era un gran día, porque podía salir del lugar donde trabajaba y viajar hasta Pilar –población distante a unos cincuenta kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires-, donde vivía mi tío Rudy, el hermano de mi madre. En lo de los Kohn me trataban bien, pero eso no me alcanzaba. Yo necesitaba sentir afecto familiar. Mi tío me quería mucho y estando mis padres y hermanos tan lejos, al menos tenía la posibilidad de quedarme con él casi un día entero. El problema venía cuando el domingo terminaba y llegaba la hora de volver a Buenos Aires. ¡No quería saber nada! Pero no tenía otra alternativa. Y otra vez lloraba…
No digo que rápido, pero el tiempo fue transcurriendo. Y un par de años después, ya estábamos los cinco integrantes de la familia juntos nuevamente. Mis padres consiguieron un buen trabajo en Olivos, una localidad muy cercana a la Ciudad de Buenos Aires. Así fue como al igual que mis hermanos Alfredo y Juan, que habían terminado la primaria, se fueron de Entre Ríos. ¿Qué trabajo consiguieron? La concesión del buffet de NCI, las siglas de Nueva Comunidad Israelita. NCI era una especie de club de barrio, muy identificado con la actividad de los judíos en esta parte del país. De todos modos, concurría también gente que no era de la colectividad. Recuerdo por ejemplo a Ángel Labruna –el jugador de River-, como uno de los que iban frecuentemente a tomar algo en la confitería. Por mi parte, la tarea que tenía, consistía en ayudar a mi mamá en la cocina. Para eso, subía y bajaba las escaleras durante gran parte del día, porque se cocinaba en un sótano. Se pasaba luego el plato de comida por una ventana, lo recibía mi papá y él se lo entregaba a los mozos.
Al margen de mi trabajo en el club, empecé a estudiar para enfermera. Esto habrá sido por el año ’55, por lo tanto, tendría yo en ese entonces unos 16 años. El lugar donde se hacía el curso quedaba por la Avenida Corrientes, en el barrio de Almagro. Para ir hasta allá me tomaba el colectivo número 68, de color rojo, que más adelante lo renombraron como 168. Sería una hora la que tenía de viaje. Me bajaba en Corrientes y Pringles. Cursaba junto con Marion, mi amiga de la Colonia Avigdor, que también se había radicado en Buenos Aires con su familia. Las prácticas se hacían en Hospital Israelita, de Nazca y Gaona. Tengo que reconocer que en ese sentido, mi experiencia no fue la mejor. Más bien, todo lo contrario… Lo que pasó es que en una ocasión, tuve que ponerle el papagallo a un hombre internado en el hospital, para que hiciera sus necesidades… ¡Y me desmayé!
No llegué a recibirme de enfermera. Yo era muy impresionable y abandoné la carrera. Aunque esa es sólo una parte de la explicación. Lo más importante, es que empecé a salir con Moisés, mi futuro marido. Al conocerlo, me enamoré. En cierto momento, en mi cabeza ya no había lugar más que para él.
Continuará…
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