En 1986, Cristina Jové tomó una decisión: dejar su empleo en El Cafetal y empezar un emprendimiento por su cuenta. Tenía dos hijos en edad escolar (Marcela y Alejandro) y una vivienda en la que, según pensó, podría poner un kiosco. Cristina planificó las cosas como para que poco tiempo después, su idea se pusiera en marcha. Y efectivamente, el hogar familiar de Zabala entre Conesa y Crámer, debió modificar parte de su comedor para que el flamante comercio pudiera levantar por primera vez la persiana.
Casi cuatro décadas más tarde, la actividad del kiosco no se ha detenido, con la diferencia que al frente del mismo ya no está Cristina –que falleció hace unos años- sino su hija Marcela Benítez. Otra variante significativa es el nombre de fantasía del negocio. En su primera etapa ningún rótulo lo identificaba. “La gente decía, simplemente, que se iba a comprar a lo de Cristina”, cuenta su hija. “En aquel tiempo no había tantos requisitos legales pero más adelante sí, entonces le pusimos El Puente”, agrega. El motivo está más que claro para el conocedor de la zona; el puente al que alude el emprendimiento familiar, es el paso peatonal de la calle Zabala, por sobre las vías del Ferrocarril Mitre, ubicado a menos de una cuadra del kiosco.
“Mi abuelo materno, Juan, hizo intensas gestiones para que colocaran un puente con el cual pasar hacia el otro lado de Colegiales. No llegué a conocerlo porque falleció antes de que yo naciera. Pero esto lo sé porque encontré documentación que lo acredita. Nunca tuvo éxito en las gestiones. La obra era muy necesaria porque desde Federico Lacroze hasta Virrey Avilés, que son los dos lugares por donde se puede cruzar, hay como nueve cuadras. Pero él se murió mucho antes de 1990, el año en que lo inauguraron”, apunta Marcela, y aunque no lo diga durante la entrevista, tal vez, el nombre del negocio sea también una excelente manera de homenajear a su abuelo Juan.
“Esta bastante tranquilo, la gente trata de cuidarse con lo que gasta”, indica cuando se le consulta por cómo anda el trabajo en esta época de bolsillos flacos. De todos modos, no es la queja lo que predomina en la charla. Un cartelito escrito a mano se lee con facilidad. Dice “no hay cigarrillos ni sé dónde venden”. Esto origina otra pregunta, a la que Marcela responde con firmeza: “Acá se vendía mucho de eso pero hace como 15 años que decidí no hacerlo más. Una vez vino al negocio una persona que tenía cáncer de pulmón. Me conmovió tanto que ese mismo día dije, ‘listo, hasta acá llegué’. Me quedaba gran cantidad de paquetes y cartones. Se los di a un comerciante amigo. ‘Hacé con esto lo que quieras pero yo no los quiero más’, le dije. Y así fue”. La enfermedad del cliente que propulsó el cambio en Marcela, es algo que se observa con frecuencia en la zona, ya que enfrente del kiosco, se encuentra el Instituto Alexander Fleming, un centro especializado en oncología.
La ausencia de cigarrillos no es lo única característica del emprendimiento barrial. Más allá de ese caso puntual, su dueña intenta privilegiar lo saludable, aun si esto implica una disminución en sus ingresos. “Golosinas con colorantes, por ejemplo, acá no vas a ver”, sostiene, con seguridad.
Marcela ya no es vecina del barrio (vive en Parque Chas, con su esposo y sus hijos) pero a Colegiales, según confiesa, sigue llevándolo en el corazón. De lunes a viernes desde media mañana, cuando abre, hasta el atardecer, al cerrar, atiende el negocio sin descanso. Así, fue armando una fuerte relación con la clientela y el vecindario, compuesto por gente que la conoce desde los tiempos en que su madre era la dueña. “Al barrio lo quiero, es el lugar en el que nací y en el que transcurre gran parte de mi vida”, concluye.
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