(EN ESTE ESPACIO RECORDAMOS LAS NOTAS DE MÁS REPERCUSIÓN DEL ÚLTIMO PERÍODO).
Enrique Rodríguez tiene 92 años y una increíble vitalidad. Día a día, recorre las calles del barrio.
Siempre lo veíamos por el barrio, desandando las calles a paso lento, cargado de bolsas que arrastraba con esfuerzo. Un mediodía lo encontramos nuevamente en la Pizzería San Antonio, donde acodado en la barra, se preparaba para empinar un vaso de tinto. Hernán, el encargado del local, ya nos habían comentado su edad: Don Enrique tenía más de 90… Por eso, creímos propicia la ocasión para hacerle una nota. No obstante, nos sorprendió con una sincera negativa: «No, una nota no. A esta altura del día ya estoy en curda y quien sabe las cosas que puedo llegar a decir. Pero si querés, sacame una foto, eso sí…» Accedimos de inmediato y nos quedamos charlando de manera informal. Don Enrique no parecía estar inmerso en un estado etílico grave. Sí estaba contento, chispeante. Y muy lúcido. Enseguida se largó a contar su historia sin que mediaran demasiadas preguntas. Lo consultamos si podíamos publicar lo más sustancioso y no tuvo problemas. Aunque se preocupó en aclarar que se oponía la entrevista formal. «Nací en 1922 en la provincia de Santa Cruz», informó, confirmando que acababa de cumplir 92 años.
Quisimos saber más. «A los 22 me vine solo para Buenos Aires. Tenía un tío que vivía en Loreto y Superí; había fallecido y mi papá me mandó para acá. Más adelante se vino toda la familia». Entonces, Enrique Rodríguez comenzó su romance con Colegiales. Tuvo algunas idas y venidas desde el Sur, pero unos años más tarde se afincó definitivamente aquí y aún hoy habita esa antigua vivienda de Virrey Loreto, justo frente al nacimiento de la calle Superí.
En el improvisado monólogo, contó varias cosas más. Por ejemplo, que nunca se casó: «¿Casarme? ¿Para qué me iba a casar?», se repreguntó, sonrisa pícara mediante, como pretendiendo exaltar las bondades de una eterna soltería. También confesó que nunca se acogió a una jubilación, pues sólo trabajó en el rubro informal. «Tuve muchos laburos pero en ninguno duré demasiado», dijo. Le preguntamos entonces cómo vivía hoy en día, y dio a entender que no necesitaba ingresos: «¿Vos ves que acá me cobran el vaso de vino? No. Bueno, en todos lados es igual. Siempre soy bien recibido. Para comer no me va a faltar». Tuvimos ganas de saber cómo se las arreglaba con los servicios de su casa, pero al intuir cierta reticencia a dar más detalles, preferimos dejarlo tranquilo.
Nos atrevimos, eso sí, a inquirir qué hacía durante el día. Entonces habló de sus recorridas por los bares, pizzerías y restaurantes: «A veces arranco en La Messetta. Hoy acá me ves, en San Antonio. Salgo y me cruzo para lo de José Luis (el Bar Conde)… y así hasta que se oculta el Sol». Su perseverante andar no se detiene en Colegiales sino que incursiona en otros barrios, incluso en zonas céntricas. En ningún boliche, le niegan su vaso de tinto. «Me tomo unos veinte por día», cuenta.
Ante nuestro estupor, asegura que el alcohol no sólo no le hace mal, sino que es su combustible para continuar en actividad.
Lo consultamos acerca de cuál es la clave para llegar a su edad con tanta vitalidad y lucidez. «El vino y caminar», responde sin dudar. «Mi tía, que vivió en la misma casa en la que yo estoy, murió en 1990. Tenía 112 años». Luego, Don Enrique nos dejará una vez más boquiabiertos, demostrando recordar fechas y datos con asombrosa precisión. No sólo de su vida personal, sino de acontecimientos ocurridos a nivel nacional y mundial.
Enseguida, tomó sus cosas y se despidió alegremente. En su andar despreocupado por la vida (sin dudas, ese es el secreto y la respuesta al título de la nota; ni el vino ni sus largas caminatas), una próxima parada lo aguardaba.
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