Una imagen atípica: una desértica avenida Federico Lacroze. ¿Cuándo sucedió? A la hora del debut de la Selección Nacional en la Copa del Mundo.
Por Hugo Santos (*)
Estamos viviendo estos meses de junio y julio un acontecimiento muy especial que está ocupando la escena principal de nuestra sociedad. En la televisión y la radio, a toda hora, cualquier situación vivida en torno al campeonato mundial de fútbol, por pequeña que fuera, tiene comentarios y análisis de los comentarios. Los diarios van en la misma dirección. Uno tiene la impresión que este campeonato es mucho más que un hecho deportivo.
En estos partidos hay una especie de guerra sin artillería donde se amplifica el ser nacional y se crea un enemigo, el contrario, para que así podamos afirmar nuestra identidad como pueblo. La pertenencia, la identificación y la inclusión suelen ir de modo positivo hacia nuestra salud mental. Además, las investigaciones han demostrado que el triunfo o el éxito de nuestro equipo nos hace sentir mejor con nosotros mismos.
Más de cuarenta mil millones de personas estamos viendo los partidos de fútbol en estos días como si se tratara del acontecimiento más importante de la vida. Los dirigentes deportivos y todos aquellos que organizan lo que rodea al mundial han demostrado tener mayor capacidad de convocatoria que los mismos políticos, aunque estos intenten hablarnos de cosas que pretenden ser fundamentales para nuestro diario vivir. Hasta se ha dicho que el fútbol es algo así como una especie de religión laica, una religión sin Dios, donde algunos comparan al partido con los ritos, al club con la iglesia y a los comentaristas deportivos con los clérigos y líderes eclesiales.
Pero ¿qué sentiríamos si el equipo de nuestro país entrara a la cancha con menos jugadores que su rival o el arquero con un parche en un ojo o uno de los jugadores con los pies atados saltando como un canguro? Nos ganaría el desaliento, la indignación, la certeza que seríamos derrotados. Hasta podríamos perder entusiasmo por la contienda.
El juego es un tema mucho más serio de lo que nosotros lo concebimos. Hace tiempo que se estudia al juego como ligado al deseo y a las situaciones traumáticas de la vida. Lo que es posible en el juego no es cierto en la realidad. Las condiciones en las cuales los seres humanos vivimos son de una diferencia abismal, resultando escandaloso para aquellos que sabemos de este mundo creado por Dios para que todos los seres humanos tengamos la posibilidad de vivirlo, de disfrutarlo, de transitarlo, de discutirlo. Entonces, esta igualdad que a veces se nos quiere insinuar a través de las palabras vinculadas a la globalización, se refuerza con la ilusión aunque sea por un rato de que, si tenemos un buen equipo y podemos competir y ganar, no tenemos que preocuparnos tanto porque, por ejemplo, haya países con varias veces más subalimentación y analfabetismo que otros más poderosos.
A pesar de que no todo lo que se vive en los mundiales es juego propiamente dicho, ya hemos visto que la potencia más grande del mundo puede ser derrotada por el equipo de un país pequeño y pobre.
El apóstol Pablo decía en su carta a los Gálatas: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús». Convengamos en esto: los partidos del mundial están regidos por reglas de juego que son distintas a las de la realidad. Las reglas de juego de los partidos del mundial son iguales para todos. Al menos, es esto lo que nos hacen creer.
El apóstol Pablo es revolucionario para su época porque está hablando de las reglas de juego de Dios para este mundo, que también son revolucionarias. Yo me imagino cómo debían haber sonado estas palabras acerca de la igualdad de los hombres y de las mujeres, de los esclavos y de los libres, de los judíos y de los griegos cuando en realidad se trataba de seres, en cada par, que eran considerados diferentes, desiguales. En el caso de los esclavos, no tenían los derechos, ni remotamente, de los libres; las mujeres eran más postergadas que los hombres y muchos judíos seguían imaginando que ellos eran los únicos propietarios del plan de Dios para el mundo. Las palabras del apóstol Pablo nos hablan de que Dios ha levantado las barreras que separan nuestras desigualdades. ¡Qué distinto sería este mundo si nosotros, los seres humanos, viviéramos siguiendo estas mismas palabras de Pablo! Todos tenemos acceso a la salvación que Dios ha preparado, a la nueva vida, a la esperanza y, si decimos estas cosas vinculadas a la fe, también deberían poder decirse de todos los aspectos de la vida humana.
¿No será que detrás de esta necesidad que tenemos de ver los partidos, de celebrar los goles y los triunfos que deseamos tanto, está también la necesidad de que, por fin, las cosas sean diferentes? A cada uno de nosotros también se nos llama para que podamos dar señales de esto a través de nuestra vida y de nuestras relaciones. Pálidas señales, pero señales al fin, de estas nuevas reglas de juego de Dios, que anticipan un nuevo reino, donde estemos más abiertos para el amor, donde seamos liberados de todo aquello que nos separa de los otros, de lo que nos crea la ilusión de ser más o menos que los demás. En fin, se trata de vivir la realidad que es posible encarnar cuando adoptamos los gustos y la manera de ver que se nos mostró en Jesús.
(* ) Hugo N. Santos ha sido pastor de la Iglesia El Buen Pastor, de Federico Lacroze esq. Zapiola. Este es su sitio web:
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