Fernando Sorrentino es un importante exponente de la literatura argentina. De acuerdo con cómo lo presenta Wikipedia, “es un escritor, narrador, ensayista y profesor de literatura argentino de instituciones educativas de niveles secundarios y universitarios”. De obra prolífica, tiene un enorme currículum conformado por literatura infantil y juvenil, muchísimos cuentos, novelas breves y diversas antologías. Más allá de esta información, un dato importante, en lo que a Colegiales se refiere, es que Sorrentino, nacido el 8 de noviembre de 1942, está atravesado por una niñez íntimamente ligada a nuestro barrio. Entre otros detalles, fue profesor, entre 1972 y 1984, de Lengua y Literatura en el colegio San Pablo Apóstol, que todos hemos visto en Palpa casi esquina Álvarez Thomas.
Para demostrarlo por medio de uno de sus numerosos relatos, a continuación compartimos una narración donde Fernando cuenta vivencias acontecidas en el sector del barrio donde más adelante se establecería la famosa villa, que hoy tampoco existe más, ya que fue erradicada a fines de la década del 70.
“Endecha por el campito de Colegiales”
El llamado Ubi sunt? (“¿Dónde están?”) es un tópico literario; en sentido amplio, consiste en deplorar la desaparición de cosas o seres que, otrora, se reputaban valiosos o dignos de perduración.
En el siglo XV Jorge Manrique, tras exhortarnos a tomar conciencia de la rapidez con que se nos va la existencia, concluye la primera estrofa de sus celebérrimas “Coplas por la muerte de su padre” refiriéndose a la sensación, que nos visita con frecuencia, de considerar que el pasado fue mejor que el presente:
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Yo, al menos, no sé si todo tiempo pasado fue mejor. Pero, es cierto, más de cuatro veces he añorado, sin saber explicar por qué, ciertas realidades, tal vez mínimas, que, al transformarse, han dejado de existir.
El campito constituye un ejemplo diminuto de esta nostalgia. Hasta más o menos el año 1960 se extendía, no lejos de mi casa natal, un desaforado terreno. Su forma no gozaba de la rigidez de un cuadrilátero ni de ninguna otra figura geométrica. Los límites del campito se hallan en mi memoria tan difusos como vacilantes; pero, tras rogar indulgencia geográfica y acogerme a los beneficios de la duda, arriesgo los siguientes: calles Concepción Arenal, Zapiola, Dorrego, Conde, Matienzo, Crámer, Santos Dumont, Amenábar (en ángulo con las vías del Ferrocarril Mitre) y (de nuevo) Concepción Arenal.
El campito era pródigo en vías férreas (en general desactivadas), en canchas de fútbol, en barrancas y en bajíos, en tierras anegadas por donde podíamos “navegar”, a modo de balsas, sobre círculos de madera (reliquias de carreteles de la Unión Telefónica).
Cada tanto, la población infantil y/o adolescente de la calle Costa Rica al 5600 organizaba excursiones al campito con el propósito de disputar algún partido de fútbol. No eran más de cinco cuadras y media hasta la calle Concepción Arenal; sin embargo, y acaso por mis diez u once años de entonces, veía plena de atracciones tal caminata. No sólo eso: el campito era, para mí, un lugar hermosísimo, y volvía a él con frecuencia: constituía una forma de la felicidad visitarlo, recorrerlo y, por qué no, asistir como espectador a los partidos de fútbol que los grandes disputaban en la cancha de Fénix, o de Lucero de Palermo, o de Adolfo.
Un bichoco que resultó bagual
Aunque parezca anacrónico para la ciudad de Buenos Aires de mediados del siglo XX, en el campito retozaban, en libertad y sin dueño ni oficio conocidos, gallinas, ovejas, caballos…
Éstos, de aparente edad provecta, pastaban con la calma que confiere el paso de los años. Y tal sosiego inspiró, a mi amigo Gonzalito, una idea quizá temeraria: la de montar, en pelo y sin riendas ni otro auxilio, uno de esos caballos.
Yo jamás me habría atrevido siquiera a pensar en tal despropósito; sin embargo, en la ocasión funcioné como partícipe necesario. Parándome a babor del animal, y en sentido contrario a su cabeza, entrelacé ambas manos para construir un estribo en el que Gonzalito posó el pie izquierdo. Apoyando, a manera de palanca, su palma zurda en mi hombro y su diestra en el lomo del equino, “volió el anca” y cayó a horcajadas sobre el espinazo de aquél. Una décima de segundo más tarde un certero corcovo hizo estrellar sobre el suelo barroso al imprudente y frustrado jinete.
Así y todo, el fracaso nos brindó, a Gonzalito y a mí, la lección de que un caballo geronte podía conservar ímpetus de indómito bagual.
Uriah Heep, inesperado goleador
Algún tiempo después, digamos en 1957, siendo yo alumno en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda, tuve un preceptor de mejillas sumidas, flaco, pecoso y rubio, de aspecto macilento y cadavérico, al que yo, en mi caletre, le apliqué el mote de Uriah Heep, es decir el espeluznante personaje del David Copperfield de Charles Dickens.
Colosal fue, pues, mi sorpresa cuando, siendo espectador de un partido “formal”, me encontré con que Uriah Heep –camiseta verde, el 9 en la espalda– era el centrodelantero de uno de los equipos en acción. Y, según advertí, lo adornaba un eficaz desempeño: concretó los dos goles de la victoria, festejados por él con exultante efusividad que divergía de su estilo mortuorio. Desde entonces, el preceptor Uriah Heep creció no pocos peldaños en mi estima, aunque nunca osé decirle que conocía su faceta de hábil futbolista.
Ubi sunt en prosa
En fin, la gradual degradación del campito fue coincidiendo con mi paso por el bachillerato. En algún momento se instaló allí una llamada villa de emergencia; más tarde fue erradicada y, poco a poco, la municipalidad eliminó vías y abrió calles, y surgieron construcciones varias, con lo cual el campito dejó de ser el campito. En este nuevo avatar, varias veces volví a recorrerlo, siempre doliéndome de su desaparición.
Foto: Fernando Sorrentino (registrodeescritores.com.ar).
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