Historias cortas y con aroma a barrio.
EL DÍA TAN ESPERADO
El sábado es un gran día y en la casa de la calle Zapiola lo saben. Lo saben y lo esperan. Lo esperan, los padres, los hijos, los abuelos… Son ellos, justamente, los que viven en este departamento del primer piso, con vista a la calle. Enrique y Ruth se conocieron en una ciudad europea a los veintitantos años. Se pusieron de novios y se casaron. Pero debieron partir raudamente, con la amenaza de la guerra respirándoles en la nuca. No sin grandes esfuerzos y una enorme cuota de tristeza por haber tenido que dejar parte de la familia en su tierra natal, lograron establecerse en el querido hogar de Colegiales, después de dar vueltas por varios destinos en forma inestable. En Argentina llegó la descendencia. Sus integrantes, son los que aquí están este sábado, al igual que –con honrosas excepciones- todos los sábados del año.
Falta poco para el mediodía. Los nietos –primos entre sí- se entretienen. Ramiro tiene nueve años e Iñaqui, tres. Ahora están jugando con un globo en el piso alfombrado verde. Ruth prepara la comida. Esta semana habrá gulasch con puré. Seguramente, la semana que viene cocinará bifes a la criolla y la próxima, albóndigas, todo con la misma guarnición y te frío como bebida exclusiva. Antes del plato principal habrá sopa, sea cual fuere la temperatura. Al igual que el plato principal, la entrada también está cuidadosamente planificada por Ruth: caldo de gallina, de carne o de choclo en cubitos, irán alternándose semana a semana, hasta volver a comenzar la ronda culinaria. Finalmente, una amplia variedad de fruta estará a disposición de los comensales.
Primero es el turno de los chicos, que comen cerca de las 12. La cocina es chica, por eso es conveniente organizarse así. A Ramiro e Iñaqui lo que más les gusta es la sopa de choclo y las albóndigas, un verdadero manjar preparado por las manos laboriosas de la abuela. Apenas pasada la 1 de la tarde, los nietos han terminado y los adultos se acomodan en el poco espacio que queda alrededor de la mesa plegable, de color roja en su faceta chica, y verde agua cuando duplica su tamaño (es el caso actual el del almuerzo de los “grandes”). En la cabecera, de espaldas a un minúsculo lavadero, se sienta el abuelo Enrique, fan de la sopa y tal vez, el máximo responsable de que en pleno verano el preciado caldo no falte a la mesa. Durante el almuerzo, se charla de temas familiares, de política, de economía y, desde luego, de fútbol. Entre las preferencias deportivas Racing, San Lorenzo y Boca tienen sus adeptos. Y también Vélez, aunque más no sea de modo simbólico, porque la abuela, que dice simpatizar por la V azulada, se confiesa –y con orgullo- completamente ignorante en asuntos futboleros.
La rutina continúa con la siesta de Enrique y el lavado de vajilla que también efectúa Ruth. Entretanto, los primos dan rienda suelta a su batifondo en el comedor, donde improvisan una cancha de fútbol. Las patas de un mueble son los postes de un arco. Las patas de la mesa, conforman el arco contrario. Una minúscula pelota de color celeste, es el balón que viaja de un lado hacia el otro, rebotándose y metiéndose por los rincones mientras Iñaqui y Ramiro braman por gran parte de la casa, desafiando al silencio que reina en la pieza donde Enrique intenta descansar.
Continuará…
(*) Las historias son verdaderas. Los nombres, para preservación de los mismos, no siempre corresponden a sus protagonistas.
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