En junio, el negocio cumplirá treinta años. Ubicado en Céspedes y Conde es uno de los escasos almacenes de la vieja guardia que sobreviven en el barrio. Conducido por Eduardo Quaglino y su esposa Liliana, no tiene nombre de fantasía a la vista. Eso es lo primero que le preguntamos a su dueño. Luego, la entrevista fue bifurcándose hacia diversos temas.
-El negocio se llamaba Marianito. Tenía el nombre acá arriba (sale a la vereda y señala un espacio sobre la puerta). Pero lo saqué hace varios años, me cansé de pagar un impuesto por el cartel.
-¿Cómo subsiste este almacén ante el avance de los grandes supermercados?
-Haciendo malabarismos. Y con mucho laburo. Esto es muy esclavo. Se labura de lunes a sábado sin cerrar los mediodías, y los domingos no se abre pero se labura puertas adentro. Sólo mi señora y yo. ¿Querés otra razón? Más que las ventas, acá es clave cómo comprás.
-Explíquelo mejor.
-Los viernes agarro el auto y me recorro todos los supermercados de la zona buscando ofertas: Disco, Plaza Vea, Jumbo. Así, en la cantidad, conseguís buenos precios y aumentás tu margen de ganancia. Proveedores tengo muy pocos, casi todo salgo a comprarlo yo mismo.
-¿Cómo está la situación comercialmente hoy por hoy?
-Está difícil con este cambio de gobierno, pero se subsiste. Siempre hubo épocas duras. Entre el 97 y el 2003 tuve que trabajar de remisero, aparte del almacén. Terminaba fusilado, y con estrés de novela. En la hiperinflación de Alfonsín cerré unos días porque las galletitas aumentaban 80 por ciento a la mañana y 120 por ciento a la tarde. Puse: «cerrado por vacaciones». Era imposible laburar así.
-¿A qué se dedicaba antes?
-Vendía billetes de lotería provincial en la calle: bares, kioscos, restaurantes… Con la guita que gané con eso llegué a comprarme en poco tiempo un departamento, un auto cero kilómetro. La «grande» la vendí ocho veces. Eran una locura las comisiones que agarraba. Un día me detuvieron. Cuando fui con mi hermano -que era mi abogado- a ver al juez, temblaba como una hoja. Ahí pensé que iba en cana.
-¿Por vender billetes de lotería?
-Sí, pero yo senté jurisprudencia. Me sobreseyeron y a partir de ese momento, quedó de manifiesto que las loterías provinciales podían comercializarse dentro del ámbito de la Capital. Lo que yo hacía ya era legal, pero todavía muchos no lo sabían. Incluso salió una nota en los diarios con mi caso, donde se aclaraba el asunto.
-¿Y por qué dejó?
-Porque el negocio se fue desinflando como un globo. Por distintas razones. Son épocas. Con la plata que ahorré pude comprar el fondo de comercio de este local en el 86. Antes era un galletitería. Un poco más adelante compré la propiedad. Menos mal, porque si hoy tuviera que alquilar no sé si estaría acá.
-¿No se le ocurrió vender?
-Sí. Y estuve a punto. Un tipo me dejó la seña y todo. Pero unos días más tarde me llamaron de la inmobiliaria para decirme que no se hacía. Resulta que el padre del comprador se cayó en la calle y se quebró la cadera. El hombre desistió de comprar. Parece que Dios quiso que me quedara.
-¿Los mejores clientes son los del colegio de mitad de cuadra? Siempre está lleno de chicos acá…
-Es cierto, pero los pibes no consumen. Por ahí se piden una pepsi de 20 pesos y la toman entre cinco. Lo más lindo que compran en el kiosco de al lado y vienen a comer a mi puerta. Yo les digo: «Usen su plata donde quieran pero por lo menos déjenme libres las sillas». Siempre tenés que renegar.
-¿Nunca pensó en traer algún ayudante?
-No. Estamos sólo mi señora y yo. Tenemos tres hijas: Natalia, de 35; Mariana, de 33; y Carla, de 25. Alguna que otra vez venían en caso de necesidad. La más chiquita, era una fenómena: atendía bárbaro y hasta se daba cuenta si querían embocarle un billete trucho. ¿Sabés cuántos años tenía? ¡Siete! Hoy, ya es mamá.
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