Columnas

Las trampas de la sociedad

La cuarentena ha perdido la rigidez de sus comienzos. La desesperación de los comerciantes y el hartazgo de la gente en general, generaron su paulatina flexibilización cuando, paradójicamente, el nivel de contagios se tornó más riesgoso que nunca, por lo menos en lo que respecta a la Ciudad y el Gran Buenos Aires. Pese a que el movimiento en las calles es muchísimo mayor que hace unos meses, y que los impedimentos disminuyeron, no son pocos los que, en la medida de lo posible, eligen no salir de sus hogares, aportando un granito de arena siguiendo el concepto, “cuidarnos y cuidar a los demás”.

En estos más de cuatro meses, nos hemos convertido en “expertos” sobre temas ligados al aislamiento. Por ejemplo, hoy por hoy, sabido es que el confinamiento produce múltiples efectos sobre el cuerpo y la mente de quienes lo atraviesan. No en vano, las autoridades quitaron tantas restricciones, con la finalidad de que los vecinos salgan a oxigenarse en medio de tantas dificultades de diversa índole.

Hemos escuchado, también, a los especialistas opinar acerca de que en los contextos complicados, es cuando suelen surgir nuevas posibilidades (previstas o imprevistas) bajo el trillado lema “crisis es oportunidad”. Para bien o para mal, puertas adentro y con más tiempo libre, la mente suele viajar por cientos de lugares, hasta poco o nada explorados.

En lo personal, ante el amplio abanico de pensamientos disponibles, procuro hacer el esfuerzo de no introducirme en los que conducen a la ansiedad, la angustia, etc.  Aunque los recuerdos, a menudo hacen fuerza para irrumpir en nuestro presente, se los puede invitar a pasar con el peligro de caer en la melancolía, o bien utilizarlos para sacar algunas conclusiones. En una de las últimas disquisiciones que tuve conmigo mismo, entremezclando vivencias del pasado y actuales, elaboré el siguiente razonamiento:

Hasta hace no tanto tiempo, estaba atrapado en una trampa tendida por esta sociedad. Creía que el valor de una persona estaba dado por factores físicos, intelectuales, socioculturales. Tener plata, manejar un buen vehículo, ser alto, musculoso, bueno en los deportes, exitoso con las mujeres… Todos esos eran mis parámetros de felicidad, y como yo no me destacaba en ninguno, no resultó extraño que mi autoestima fuera limándose paulatinamente.

Difícil sería que, en la teoría, algún formador de opinión reconociera estas cualidades como importantes a la hora de valorar a una persona. Sin embargo, en la práctica, la TV, la radio, las revistas, están repletas de contenido que apunta precisamente a eso.

Por el contrario, desde que tengo uso de razón, a la fe, en general, no se la veía como algo a tener cuenta. Es más, para una sociedad que dice que el hombre como especie, puede arreglarse por sí solo, que es capaz de solucionar sus problemas dándole la espalda a su Creador, la fe no era una virtud sino un signo de fragilidad, a la que acuden aquellos débiles que no pueden bastarse a sí mismos y que necesitan “creer en algo” superior. Como respuesta a los que piensen de esta manera, qué mejor argumento, que vean en que se ha ido convirtiendo el mundo progresivamente…

El tiempo hizo que supiera que todo lo mencionado sólo corresponde a características ligadas a lo superficial. Claro, hubiera sido bueno poder quitarme antes la venda de los ojos antes. Me hubiera evitado, seguramente, varios dolores de cabeza. Ojalá le hubiese abierto los brazos a la fe en su debido momento. Pero más vale tarde que nunca. Hoy celebro el hecho de vivir cada día intentando crecer en la fe, que no nace “grande” sino que, como una planta, hay que regar diariamente. No es fácil recuperar tanto tiempo perdido. Pero cuando el ser humano ya no depende de sí mismo sino de Dios, su Creador, hasta lo imposible es posible.

Un sustento bíblico:

“Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso, y esmérate en seguir la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y la humildad”. 1 Timoteo 6:11.

Pablo Wildau

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