Columnas

Bien de familia

Testimonio de Alfredo Wildau (tercera parte).

«Así como con esta chica que me presentaron mis suegros luego de que yo enviudara, las cosas no funcionaron, más adelante tampoco…  Realmente no me faltaron posibilidades de formalizar un vínculo, pero lo cierto es que no volví a casarme.  Supongo que influyó bastante  el hecho de que mi hijo estaba encontrando en mi hermana, esa madre que le faltó cuando falleció Susy. Él estaba feliz en ese hogar, y con la familia que habíamos armado entre los cinco: Inés, Moisés –su marido-, Pupi –su hija-, Pablito y yo.  Aunque no era una familia de esas que uno ve como convencionales, éramos familia igual.

Como en toda casa, las relaciones también tenían su grado de dificultad, aunque más allá de los problemas ocasionales que podían llegar a surgir, la verdad es que yo también me sentía muy cómodo.  Todo esto tal vez haya incidido en que ya no me casara. Al principio, siendo Pablito muy chico, esa pudo haber sido la causa principal. Después, con él más grande, a lo mejor sí hubiera sido más sencillo. Pero también fui acostumbrándome a estar solo. Llegó un momento en que al manejar mis propios tiempos y espacios, me aferré a eso. No es que desechaba la posibilidad de estar en pareja, pero entiendo que al poner todo en la balanza, me incliné por seguir como estaba.

Tuve, eso sí, un largo noviazgo con una mujer que se llamaba Isabel. Estuve muy enamorado de ella. Fue varios años después de que falleciera Susy.  Pero por distintas razones, se terminó. Sufrí mucho la separación. Más allá de esa relación con Isabel, equivocado o no, prioricé ese modo de vida: estar solo. Y así sigue siendo al día de hoy.

Con respecto a lo laboral, he tenido unos cuantos trabajos a lo largo de mi vida. Guardo lindos recuerdos, por ejemplo, de una tienda de ropa para mujer y niños, que puse a fines de la década del 70: Las Pilchas de Pablo. Más de un cliente habrá pensado que Pablo era yo, pero quise darle ese nombre por mi hijo.  El negocio estaba sobre la Avenida Federico Lacroze, en Colegiales, a sólo un par de cuadras de nuestra casa.

En 1985 cambié de rubro. Me dediqué a manejar un taxi. En cierto momento, éramos tres los taxistas en la familia: Andy, Moisés –mis dos cuñados- y yo. Casi cinco años más tarde, sentí la necesidad de volver a cambiar, porque ya no soportaba más tantas horas arriba de un auto. Entonces nos asociamos con Andy, que también vendió su taxi, e instalamos un kiosco/librería/juguetería en la calle Ciudad de la Paz, del barrio de Belgrano. Más de diez años permanecí en este rubro. Después, por diferentes circunstancias, cambié un par de veces más…  Fui remisero (¡otra vez arriba del auto!), repartidor de pizza… Cuando hice este último trabajo yo ya estaba jubilado. Lo de entregar pedidos a la noche me venía muy bien para ganarme unos pesos extra.

En cierto momento, el cuerpo me dijo ‘hasta acá llegaste’. Yo ya tenía más de 70 años y algunas complicaciones de salud me obligaron a parar. Me costó tomar la decisión, pero no me quedó alternativa y dejé la pizzería. Y hablando de salud, en enero de 2018 tuve un problema coronario bastante complicado, pero salí adelante. Al dejar la internación, prácticamente no volví a manejar. Poco después vendí mi auto. Tampoco me resultó fácil decidirme. Yo era de los que usaba el coche hasta para ir a una distancia de ocho o diez cuadras. Pero mi hijo terminó por convencerme.  Yo me hacía demasiados problemas por el auto y encima, estaba el peligro que representa el terrible tránsito de Buenos Aires, con tanta gente nerviosa por la calle.

Esto hizo que empezar a caminar más, a utilizar el transporte público. Modifiqué hábitos a los que estaba acostumbrado desde hacía muchos… muchos años. Y ceo que fue para bien».

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