Gente de Cole

Anecdotario colegialense

Historias cortas y con aroma a barrio.

EN CUESTIÓN DE SEGUNDOS.

Fernando ingresa al supermercado. Va a comprar algunas cosas para la cena. Ya es de noche. Falta poco para que el comercio del barrio baje la persiana hasta el día siguiente. El local es una sucursal (¿o una franquicia?) perteneciente a una renombrada firma del rubro supermercadista. Se encuentra en Federico Lacroze entre Conesa y Crámer.

Fernando recorre las instalaciones, carga una pequeña canasta destinada especialmente para las compras de los clientes y hace la fila. Llega a la caja, paga en efectivo y se va… Habrá estado dentro del negocio cerca de diez minutos.

Llegó a bordo de su bicicleta, la cual dejó enganchada a pocos metros de la sucursal, en una de las tantas vallas de madera que se pueden hallar sobre una avenida en obra. Es que están trabajando en la construcción del Viaducto, por eso, el tránsito vehicular está se interrumpió y esta cuadra de Lacroze está repleta de pozos, tierra, escombros y vallados de contención.

Fernando busca con la mirada, pero no encuentra la bici. ¿La habrá dejado en ese sitio o estará confundido? No, no está confundido. El vehículo estaba ahí, pero ya no. En milésimas de segundo llega a la desagradable conclusión: se la robaron. La sensación que sobreviene cuando alguien se da cuenta de que ha sido víctima de un robo, se compone de una mezcla de bronca e impotencia. Es la que invade a Fernando en este momento. Desearía hacer contacto visual con alguien que pudiera darle una respuesta. Tal vez vieron al ladrón, quizás mirando más lejos, él mismo pueda divisarlo, llevándose el rodado. Pero no hay noticias. A su alrededor la gente pasa caminando, como si nada sucediera. Todo parece seguir su curso normal. Sin embargo, para el vecino de Colegiales, la situación nada tiene de normal. Era dueño de una bicicleta, pero ha sido despojado de ella en cuestión de segundos. La cadena con la que la ató a la madera era gruesa. “¿Cómo pudieron cortarla?”, se pregunta. A lo mejor se confió demasiado y esa precaria valla, “pudieron haberla manipulado hasta sacar la bici”, piensa, con resignación.

De todos modos, de nada sirve lamentarse ahora. Con una bolsa en cada mano, Fernando emprende a pie el camino hasta su casa.

LA ESTACIÓN.

Allá llega el tren. Pablito y su abuelo Enrique, lo esperan sentados, en uno de los bancos del andén de la estación Colegiales. Cuando la formación se detiene, ellos no suben. Se quedan sentados y miran los números de los vagones, observan como el guarda –vestido de traje y gorra gris- agita su pañuelo verde, ven la gente que entra, la que sale… Este se irá y luego llegará otro tren. Y otro, y otro más.

Pablo y Enrique repiten la rutina por largos minutos. Con gran entusiasmo y dulzura, el abuelo le muestra al nieto las señales ferroviarias ubicadas a lo lejos: “Cuando esa señal se baja, significa que llegará un tren de ese lado. Si se baja la otra, viene del lado contrario…”

El nene disfruta del paseo matutino. Lo atrae mucho un cartel electrónico ubicado en el centro de la estación. A veces se ilumina el letrero que dice Mitre. Casi seguro, el que se encenderá después, es el que dice Suárez. Son los dos ramales que se usan con más frecuencia. A Pablo le llama la atención que en el mismo cartel haya más nombres. Por ejemplo, uno dice Zárate. El abuelo le explica que el tren que va hacia esa ciudad no pasa muy seguido.

Pablo mira hacia el horizonte y ve como de la nada, surge un punto diminuto, que va agigantándose a medida que se acerca. De repente, tiene otra formación ferroviaria delante de sus fascinados ojitos marrones. Del mismo color son los cinco vagones. El guarda hace sonar su silbato con fuerza y otro tren parte. Pablito se toma de la mano de Enrique. Juntos, dejan el edificio de estilo inglés de la estación y se internan en las callecitas de Colegiales.

(*) Las historias son verdaderas. Los nombres, para preservación de los mismos, no siempre corresponden a sus protagonistas.

Foto: la avenida Lacroze, a metros de las vías del Mitre.

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