Columnas

Bien de familia

Testimonio de Inés Wildau (segunda parte).

«En los primeros tiempos en la Colonia, vivimos en el medio del campo. En la misma casa también vivían mis abuelos maternos, Joseph y Clara Bendix, a los que llamábamos Faty y Muty, que son términos provenientes del idioma alemán. En la traducción al español serían algo así como abuelito y abuelita. Ellos nos cuidaban mientras nuestros padres trabajaban durante el día. Eran una pareja adorable, a la que amábamos.

Unos años después, mi papá consiguió trabajo en la Cooperativa del pueblo, un almacén de ramos generales por donde pasaba prácticamente todo lo relacionado a lo comercial. Gracias a eso, pudimos mudarnos al “centro”. Esta palabra está entre comillas porque en realidad, la zona céntrica de Avigdor era muy chiquita comparada con otras ciudades. Y muchísimo más, con respecto a Buenos Aires, la gran capital de la Argentina, a la que muy pronto –siendo todavía una nena- tendría que viajar. Pero todavía falta para que llegue a esa parte de la historia… Lo concreto, es que vivir en la zona céntrica era muy diferente a hacerlo en el campo. Ahí teníamos más contacto con todo: la escuela, el almacén, la sinagoga… Y también a un salón con un escenario en el que se desarrollaban los eventos sociales y culturales de los vecinos.

Cuando nos mudamos, Faty y Muty también se mudaron a otra casa. Entretanto, mis abuelos paternos vivían en el pueblo, pero bastante lejos del centro. Mi papá tuvo la dicha de conseguir este empleo como contador en la Cooperativa y eso nos permitió tener un pasar más acorde a lo que había sido la vida de ciudad de mis padres en Alemania. De lo contrario, hubiéramos tenido que seguir en las afueras, como la mayoría de la gente que había llegado a la Colonia escapando de los problemas en Europa. No lo digo por desmerecer a la gente que se dedicaba a las tareas rurales, sino porque en general los alemanes no estaban preparados para el cambio de vida que se vieron obligados a hacer, y algunos realmente padecieron muchísimo esta situación.

En lo material, era muy poco lo que había, por eso, cuando aparecía algo fuera de lo común, se lo disfrutaba un montón. Por ejemplo, en casa teníamos una radio, un aparato grande que a mí me dejaban usar una vez por semana. Ahí lograba sintonizar Radio Mitre. Yo escuchaba boleros y me encantaba…

Mi infancia transcurrió sin mayores dificultades, más allá de ciertas privaciones que, a decir verdad, ni notaba que existían… Pero pronto esa hermosa etapa de la niñez se acabó de golpe cuando después de haber terminado la escuela primaria, me mandaron a Buenos Aires. La cuestión, era que en el pueblo no había futuro, según lo que pensaban los adultos. Por eso, las familias no veían a la Colonia como un lugar para quedarse, sino como una transición. Cuando los hijos cumplían su etapa escolar, al no haber colegio secundario, debían irse. Las familias viajaban de diferentes maneras, de acuerdos a las necesidades de cada una. Probablemente estaban los que se iban juntos, pero a mí me tocó hacerlo sola, porque mis dos hermanos menores todavía estaban en la escuela y mis padres decidieron que para mí, ya era hora de salir de Avigdor.

A Buenos Aires no fui a estudiar sino a trabajar. A través de contactos familiares, y por una recomendación, me consiguieron un empleo como sirvienta con cama adentro, en la casa de un médico –el doctor Kohn- y su esposa. Así fue que luego de un largo viaje en tren, me instalé en esta vivienda, que estaba ubicada en la calle Ciudad de la Paz del barrio de Belgrano. El cambio resultó tremendo. Acostumbrada a la soledad del campo, me sentía extraña en una enorme ciudad. Pero lo que más me costó era el hecho de estar lejos de mis seres queridos. Creo que nunca lloré como en esta etapa de mi vida. Pero no tuve posibilidades de oponerme: el mandato de los padres, te gustara o no, había que obedecerlo».

Continuará…

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